viernes, 30 de marzo de 2012

  La defensa de la propiedad privada
     
  A todos cuando somos niños nos gustan mucho las golosinas. Cuando era pequeña tenía que "defenderlas" de mi hermana (¡y ella de mi claro!). Lo mejor era tener un buen escondite pero no siempre era posible encontrar uno adecuado, además poco a poco los ibamos conociendo todos. Por fin encontramos la solución, cuando nuestros tesoros estaban en riesgo de ir a otro estómago simplemente debíamos chuparlos. Era fundamental que el chupeteo se hiciese delante de la otra. Primero avisar, ¡mira!, segundo lamer concienzudamente la pieza objeto del deseo y, por último dejarla tranquilamente bien a la vista.
     El poder "protector" de la saliva era bien conocido, hacía  desaparecer todo peligro de que el pastel pudiera ser comido por hermanos, primos, amigos. ¿O no?
¿A quién le apetece el pastel con babas? por rico que sea se te quitan las ganas.

    No se que ha traido este recuerdo a mi mente pero me ha hecho darme cuenta que lo que aprendemos en la infancia no lo olvidamos y si no basta con la siguiente escena:
  La mujer encuentra a su marido con otra, en el mismo hábitat que compartió con él tres días antes, con las mismas cosas, sentándose en las mismas sillas, comiendo la misma comida en los mismos platos, poniendo los labios en los mismos vasos, tocándolo a él, hablándole con la fluidez propia de las persona que están compartiendo tiempo, espacio y lugar...
  No importa que ya supiera, intuyera, pensara que aquello estaba ocurriendo, es cuando lo ve con sus ojos, cuando todo ese mundo: casa, cosas, aire, paredes, vajilla y él se empiezan a  llenar de babas espesas y lo mismo que si fuera un pastel chupado te deja de apetecer irremisiblemente.

¡Ay los "maduros pasteles" al güisqui!